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La huella madrileña de Antonio Lamela

El arquitecto, recién fallecido, edificó las Torres de Colón, reformó el Estadio Bernabéu e ideó la terminal T-4 del aeropuerto Adolfo Suárez

Antonio Lamela, delante de las torres de Colón, una de sus obras más importantes.
Antonio Lamela, delante de las torres de Colón, una de sus obras más importantes.álvaro garcía
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La muerte de Antonio Lamela (Carabanchel Alto, 1926) desprovee a los arquitectos con obra en Madrid de uno de sus principales exponentes y, a los del litoral del país en su conjunto, del tal vez más prolífico de todos. Su obra más reciente en Madrid, la terminal del aeropuerto Adolfo Suárez-Barajas, llamada T-4, ideada junto con el británico Richard Rogers, ha sido su contribución con más proyección continental, por sus dimensiones, su hechura y su atrevido diseño. “Vamos a meter el paisaje en el aeropuerto”, dijo a este periódico antes de iniciar sus obras.

Pero en la fisonomía del centro de la ciudad queda su huella en el edificio Pirámide, en la Castellana esquina a la calle de Jenner, retranqueado con un ameno jardín; en el abigarrado conjunto Galaxia, de Argüelles; en O’Donnell, un edificio de fachada visualmente reversible, donde tuvo su estudio profesional y en otro, en la misma calle, donde ganó decenas de metros de luz de una exigua fachada mediante un osado retranqueo. Los aficionados al fútbol asocian su saber a la remodelación del Estadio Santiago Bernabéu, aunque, por encima de todos los enclaves donde su obra estuvo presente, las Torres de Colón, que datan de 1976, le acreditaron como innovador en la construcción de rascacielos en España. Las hizo mediante su edificación en sentido inverso, de arriba hacia abajo, técnica que exploró y aplicó concienzudamente.

“¿Es verdad que las torres de Colón están colgadas de su techo? La respuesta, afirmativa, la daba Antonio Lamela, a una pregunta de este periódico durante una reunión abierta que organizaba en su día la Comisión de Cultura del Colegio de Arquitectos. Según Lamela, el rascacielos de la plaza de Colón constó de “dos raíces, dos troncos y dos frutos”. Para él, las raíces eran zapatas de hormigón hincadas a 17,95 metros bajo la plaza de Colón, con trece metros de largo por otros tantos de ancho. “Cada tronco”, explicaba, “oculta un fino eje central de más de cien metros de estatura, de ellos 84,5 metros visibles. De sendos troncos, unidos por una montera metálica de color verde claro, que los madrileños llaman el sacapuntas o el enchufe, cuelgan “los frutos”, dos de las torres de oficinas más vistosas de Madrid, donde estuvo albergada la sede del holding Rumasa. José María Ruiz Mateos acostumbraba despachar en la terraza, a 116 metros de altura, rodeado por sus ejecutivos “lloviera, cayeran chuzos de punta o nevara, todos los días del año”.

Lamela contó con los ingenieros Leonardo Fernández Troyano, Javier Manterola y Carlos Fernández Casado, calculista de nombradía, para edificar el rascacielos de la plaza de Colón. Cada torre tiene 21 plantas y a sus pies, un basamento de tres plantas y seis forjados más de sótanos. “Basamento y sótanos fueron construidos como Dios manda, de abajo arriba; pero las torres, no: se hicieron al revés”, explicaba el arquitecto hoy desaparecido. Justificaba estas dos maneras opuestas de construir, simultáneamente, en razón de que “los pilares necesarios para soportar la altura de las torres impedían ubicar en su subsuelo el garaje de 150 plazas que la ordenanza municipal nos exigía”. Y añadía que las dos torres pendían de grandes vigas perimetrales de seis metros de canto, con péndulos que atirantaban cada planta con cables de acero: “es una de las pocas edificaciones del mundo de estructura suspendida', agregaba su pariente Amador Lamela, arquitecto-director de la obra.

El Ayuntamiento llegó a paralizar las obras durante tres años, a partir de 1970. “Fueron razones de debilidad política del entonces alcalde Carlos Arias Navarro y como el edificio de las torres no fue, en un principio, entendido en Madrid -aunque hoy es bien popular, matizaba-, Arias decidió afirmarse deteniendo las obras”, confesaba'. Ni Lamela ni el promotor José Osinalde se arredraron y -tras rebasar con creces la edificabilidad asignada a las dimensiones del solar-, se afrontó un nuevo desafío, construir una escalera entre ambas torres. “La hicimos descender hasta el basamento, que no toca ni se apoya sobre él', explicaba el arquitecto. Para cubrirla, fue ideada la estructura que corona las torres. Así se explica su discutido remate verdoso. “Preví una cúpula de cobre, porque al oxidarse adopta una pátina verde muy bella, pero en Madrid el cobre enrojece”. El sacapuntas, 40 años después de su remate, mantiene una suerte de penacho kitch, como de menta, sobre Madrid. Lo cierto es que su interior ocultó un manojo de antenas transoceánicas.

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Entusiasmo y disciplina fueron dos de los atributos que Antonio Lamela asignaba a su personalidad. Empero, muchos de sus colegas más jóvenes, criticaban cierta “deshistorización” en su obra, a la que atribuyen un modernismo superficial acorde con los postulados del “desarrollismo” franquista; el volumen del hotel Meliá Princesa, junto al armonioso palacio de Liria, ensombrece el barrio entero y altera sus perspectivas, según consideran; pero sus colegas más críticos reconocen en Lamela un profesionalismo y un talento evidentes. Quienes le han conocido más estrechamente saben que la autocrítica figuraba también entre las características de cuantas singularizaron al arquitecto Antonio Lamela, hijo de un fabricante de harinas, falangista en su mocedad, franquista en su madurez y favorito del “Régimen” hasta que rechazó un cargo ministerial tras el cual perdió parte del ascendiente político, para consagrarse en cuerpo y alma a su profesión, que ejerció hasta que sus fuerzas se lo permitieron.

En declaraciones este diario treinta años atrás, Antonio Lamela admitía “la responsabilidad de algunos arquitectos de mi generación, empezando por mí mismo, en el derribo de buena parte de los palacetes del paseo de la Castellana”. Y lo explicaba así: “Éramos jóvenes falangistas, rebeldes, y asociábamos esos palacios a la aristocracia, a la cual responsabilizábamos de muchos de los males históricos de España”, explicó. “No nos dimos cuenta del mal que hicimos a esta ciudad”.

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